Tierra y libertad

Mi familia recibió tierras durante el Asalto a las Tierras de 1937:¹ una redistribución agraria que transformó el paisaje y que, por un breve momento, cumplió la promesa de progreso para quienes llegaron al norte en busca de mejores condiciones.

A mi bisabuelo paterno se le otorgó una parcela; mi bisabuelo materno tuvo que irse como bracero a Estados Unidos, a trabajar tierras que nunca serían suyas. Desde entonces me he preguntado qué significa tener… tener trabajo, tierra, seguridad. Tener… y luego ver cómo todo se desvanece.

Hoy, esa tierra ya no puede trabajarse. La sequía, el extractivismo y la crisis del agua han desmantelado las promesas que alguna vez florecieron. El decreto de descanso de tierras² obliga a los agricultores a detener la siembra para “proteger” un río que casi ya no existe.

En 1911, Ricardo Flores Magón escribió: “La tierra es un bien natural que debería pertenecer a todos, porque nadie la creó.”³ Esa idea resuena con fuerza a la luz de la realidad actual: si la tierra no es de nadie, ¿cómo es que ahora parece concentrada en manos de empresas que esconden el agua y hacen desaparecer los cultivos?

Los campos arden bajo un sol implacable y un riego que nunca llega. Lo que alguna vez representó una posibilidad de progreso es ahora un territorio marcado por la escasez y la incertidumbre. No heredé la tierra; heredé la sed, los silencios y los cuerpos doblados de un legado que nunca me perteneció, y quizá nunca le perteneció a nadie